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jueves, 27 de diciembre de 2018

Reseña del texto: El Estado en disputa.





Por:  Dra. PhD. Adoración Guamán

         Profesora Univ. Valencia
         España.


El reto

La obra El Estado en disputa, editada por Julio Peña y Lillo E. y Jorge Polo Blanco, reúne un conjunto de textos que desde la transdisciplinariedad, invitan al lector a adentrarse en un debate tan imprescindible como impostergable: la revisión, desde la óptica de las izquierdas transformadoras, de la reconfiguración que los estados posneoliberales han hecho de la idea y la praxis del Estado como herramienta de transformación social.

Se trata sin duda de una reflexión que nos lanza a un terreno complejo, especialmente en un escenario de contraofensiva neoliberal salvaje, donde muchas voces apuestan por un cierre de filas en torno a la defensa de los proyectos desarrollados, esperando un mejor momento para abordar el debate respecto de los errores y aciertos cometidos. Lejos de asumir esta posición de cautela, la obra cobra una particular relevancia por constituir una apuesta valiente y fundamentada, por la apertura de un diálogo que no debe retrasarse, mucho menos en el ámbito de la ciencia crítica militante.

El reto que se plantean y nos trasladan las autoras y autores, es (re)pensar el Estado como espacio de construcción y campo de batalla, y en este contexto evaluar su potencial como herramienta a partir de la cual se puede ejercer un contrapoder frente a la vorágine del capitalismo neoautoritario y como instrumento al servicio de la transformación social. Desde esta reflexión comparten la necesidad de revisar lo avanzado, de reflexionar los caminos y analizar los errores.

El desafío así planteado impugna a las izquierdas, lato sensu, retomando la idea de la posibilidad y necesidad de modificar la tradicional infraestructura burguesa del Estado y de recuperar la construcción popular histórica de la nación, retomando algunas improntas del pensamiento de Bolívar Echeverría, cuya huella se percibe en buena parte de la obra.

El relato

El Estado en disputa plantea por tanto, la apertura de un debate, ni fácil ni cómodo, en un momento de crisis epocal del capitalismo, una crisis que sus autoras y autores relatan y caracterizan de manera tan descarnada como incisiva en diversos capítulos.

El cuestionamiento de la adecuación de “teoría del fin de ciclo” como explicación de la ofensiva neoliberal en Latinoamérica, planteada por Arizmendi, sirve de pórtico de entrada al relato de la contraofensiva a la que se enfrentan los Estados, y las izquierdas, posneoliberales en América Latina. Este relato parte de una idea fundamental: no se trata como señalan los autores, de una embestida que pretenda una mera vuelta al pasado neoliberal. La contraofensiva se orienta hacia el asentamiento de un capitalismo neoautoritario, conservador y violento, maximizando las vías de acumulación por desposesión en un intento de subordinación global.

Para conseguir este objetivo, se han retomado herramientas ya ensayadas en la región (programas de ajuste, endeudamiento, tratados de inversión, desposesión nacional a través de la entrega de los bienes públicos y comunes al capital privado transnacional) a las que se añaden dinámicas brutales orientadas a intervenir la cultura política de los estados posneoliberales y a impugnar directamente el Estado de derecho.

La alianza estratégica entre los Mass Media, Poder Judicial y corporaciones, orientada a cortocircuitar posibles vías de resistencia, la exacerbación de la violencia (el llamado capitalismo necropolítico); el autoritarismo de mercado en sus nuevas expresiones de integración económica regional; la “despolitización” mediante la usurpación de capacidades de decisión a las mayorías sociales; el desgarramiento xenofóbico que se está produciendo en el interior de los dominados modernos, son estrategias para conseguir engrasar el avance del capitalismo neoautoritario en América Latina. Todas estas dinámicas son claros ejemplos de las dinámicas de asalto al Estado, perfectamente narradas a lo largo de la obra.

En palabras tomadas de la obra, todo lo que el Estado debe controlar para ejercer sus funciones se traslada a las manos del capital transnacionalizado incontrolable, que se afirma públicamente como incontestable y que delimita las fronteras mismas de lo posible y de lo que podemos (o debemos) imaginar. Se trata, así, de una deriva que pretende conducir a la región hacia sistemas eminentemente posdemocráticos, erigidos frente y contra los logros de los Estados posneoliberales.

De manera acertada, para analizar esta situación, el capítulo de Jorge Polo pone en el punto de mira del análisis a esos “poderes salvajes”, a los poderes financieros apátridas, al fascismo financiero, como la forma más virulenta de los nuevos autoritarismos que están asaltando la región (y el planeta) y avisa del profundo ajuste disciplinario en la vida social que pretenden. La influencia devastadora de la administración Trump, como punta de lanza del asalto al Estado, es narrada con detalle por Arizmendi en el capítulo de cierre.

Certero y descarnado, el análisis se apuntala con una revisión de la obra de múltiples autores y teorías que se entretejen para forjar una construcción científica crítica sólida, entre las que destacan el recorrido realizado por Cristina Morales respecto de la influencia del ordoliberalismo en los procesos señalados y la crítica hecha, vivida y pensada desde la teoría feminista, de la mano de los capítulos de Morales y Alejandra Bueno.

Disputar el Estado

Frente a la idea de un Estado que integra, desarrolla e impulsa los principios generales del capitalismo en la constitución y organización social, las y los autores oponen la idea de los Estados posneoliberales, en sus diferentes tipologías y alcances, sin dejar de debatir acerca de sus logros, carencias y retos. Esta problematización del rol del Estado es imprescindible, como recuerdan ambos editores de la obra, si se pretende construir un discurso y una praxis desde el Estado que devengan verdaderamente contrahegemónicas.

Esa idea, la revisión y construcción colectiva es, como se señaló en un inicio, una de las principales virtudes del libro. La aparición en el relato de autores como Poulantzas recupera debates especialmente atractivos y necesarios en el momento actual. Analizar los desafíos que plantea la voluntad de acceder a las instituciones para desde y en ellas crear una institucionalidad alternativa y modificar la correlación de fuerzas dentro del Estado, es un paso previo para poder debatir acerca de qué grado de consecución de este objetivo de transformación se ha conseguido hasta la actualidad y cómo se pueden plantear los desafíos futuros.

La tensión existente entre los distintos capítulos del libro entre la denuncia del Estado como estructura de reproducción de la dominación patriarcal capitalista y la confianza en el mismo como herramienta de transformación social, no sólo no impide el desarrollo de una serie de propuestas compatibles entre sí sino que enriquece el necesario debate acerca de la relación entre movimientos sociales y Estado.

Entre estas propuestas, resalta Arizmendi, que la lucha contra la tendencia neoautoritaria nos exige superar la polarización (o polarizaciones) existente y tejer acuerdos entre los movimientos estadocéntricos y los movimientos autogestivos. En un sentido similar, Bouhaben remarca la necesidad de establecer mecanismos para conjugar las fuerzas de los movimientos sociales con las fuerzas orgánicas de aquellos partidos políticos que, desde las instituciones de Estado, hagan frente común ante la depredación del modelo hegemónico neoliberal. Con otras palabras, y en sentido más amplio, Piñero nos recuerda que la propuesta de un Estado más centrado en lo común pasa necesariamente por una mayor aceptación de la diversidad y un diálogo para y con la sociedad civil.

Mantener esto no se afirma en la obra como algo sencillo, pasado el momento de euforia constituyente, la experiencia demuestra que el paso complicado es la institucionalización-normalización de los procesos de apropiación del Estado manteniendo las líneas de creación de lo común, de infiltración y transformación de las instituciones, que deben plasmarse en profundas reformas jurídicas pero también vivirse en el día a día de la praxis política. Se trata, como recuerda Polo, de la generación de un nuevo sentido común o imaginario, con capacidad para construir una nueva hegemonía cultural en un escenario que debe estar marcado por la infiltración permanente desde los movimientos sociales, por el cuestionamiento continuo desde la lógica de las y los oprimidos, manteniendo a la vez la capacidad de gobierno, de transformación y de resistencia. En palabras de este autor, se trata de apropiarse del Estado, no como un fin en sí mismo, sino como una herramienta de combate decisiva, para contrarrestar la enajenación de lo político por parte de las imposiciones de la ley de mercado y realizar una política de transformación comprometida con las necesidades reales del país.

No es una tarea fácil, como señalan los autores hay que oponerse al doxa neoliberal de “no hay otra alternativa”, para apostar por una forma de Estado transformador, vinculado a la política desde abajo, generando procesos continuos de expansión democrática que integre a los grupos subalternos y haga política desde las necesidades de las y los oprimidos.

Abriendo la puerta a semejante tarea, la lectura cumple con el objetivo de lanzar un debate imprescindible, de plasmar el escenario de la disputa en toda su crudeza y con rigurosidad y de plantear los retos con contundencia. La frescura del texto se debe también -sin duda-, a su origen, como una experiencia de construcción colectiva del pensamiento, llevado a cabo en el marco del Seminario Permanente de Pensamiento Crítico Bolívar Echeverría, acogido por CIESPAL entre 2015 y 2017. Es precisamente esta mirada poliangular del Estado, nutrida de referencias teóricas imprescindibles, lo que dotan a este libro de un especial interés como reflexión atrevida desde la ciencia crítica y transformadora.



Ediciones CIESPAL, Quito. Ecuador
Año 2018
N° de páginas: 198
ISBN: 978-9978-55-174-5

jueves, 13 de diciembre de 2018

Recomposición oligárquica y el colapso de la democracia ecuatoriana




Por David Martínez

Tras 10 años de dictaduras, en el año 1978 el Ecuador emprendió en lo que el triunvirato militar llamó el "Proceso de Retorno". La lógica de aquel entonces dictaba que los gobernantes militares implementarían, de forma progresiva, procesos electorales bajo su tutela a fin de que el país cuente con nuevas autoridades elegidas democráticamente además de un orden constitucional novedoso. Se quería impedir que el sistema regrese al orden oligárquico tradicional que, salvo instancias de progreso aisladas, produjo un agotamiento anterior y condujo a una intervención militar reformista. Los militares, en toda su iluminación libertaria, creían en la necesidad de consolidar la institucionalidad del Estado a fin de limitar las imposiciones de los sectores pudientes y caudillos que se habían enquistado en los partidos tradicionales desde los años 50 y 60. Además, se quería otorgar mayor representación a sectores populares que hasta el momento habían sido excluidos del proceso democrático.

En las primeras elecciones presidenciales libres, ganó, de forma sorpresiva, el abogado Jaime Roldós Aguilera con una propuesta progresista de centro izquierda que incomodó de inmediato a los grupos de interés pertenecientes a las burguesías costeñas y serranas. La transición a un nuevo Estado de Derecho no estuvo libre de tropiezos pues aún quedaban rezagos de la sociedad ecuatoriana conservadora que habría preferido la permanencia de la dictadura militar, al igual que sectores empresariales que se habían acostumbrado a la obsecuencia castrense a sus caprichos mediante el subsidio permanente de sus aventuras industrializadoras.

Desde un inicio se quiso controlar políticamente al Ejecutivo e impedir excesos desde el Legislativo. De arranque existió una permanente obstaculización a la agenda política del Ejecutivo lo cual desembocó en una pugna de poderes que contribuyó a la devaluación de la política a nivel público. En las décadas de los 80 y 90 las disputas políticas y el permanente chantaje de desestabilización generaron un rechazo generalizado de la clase política. El juego de peso y contrapeso de los poderes fue excesivamente flexible al punto de impedir la consolidación de institucionalidad.

Existió un ejercicio consecutivo de elecciones libres y periódicas hasta el año 1996 cuando se da la expulsión irregular de Abdalá Bucaram de la Presidencia de la República. A los seis meses de haber sido posesionado, las fuerzas políticas de oposición se juntaron para promover su salida. Con la excusa de “incapacidad mental para gobernar”, figura inexistente en la Constitución de aquel entonces, se logró su destitución en medio de una convulsión social manufacturada. Para entonces, el multipartidismo contribuyó a un fraccionamiento de la representación y la existencia de gobiernos débiles. Este sistema históricamente fraccionado había limitado la gestión gubernamental y obligado a los gobernantes a buscar alianzas frágiles. También limitó la capacidad de estos en la consolidación de agendas políticas de largo aliento. Sin embargo, el golpe de Estado a Bucaram marcó la profundización de una crisis de gobernabilidad que dio paso a un sin número de inconstitucionalidades y actuaciones irregulares, todo en nombre de la recuperación de la democracia.

El reformismo permanente en el que cayó la clase política ecuatoriana en esa fase (que duró hasta el año 2006) hizo que las organizaciones multilaterales declaren al Ecuador un Estado inviable por su inestabilidad política, inseguridad jurídica y permanente caos institucional. Siempre tras bastidores, la prensa ecuatoriana (comúnmente en manos de sectores empresariales) ha jugado un papel activo de “control político” y de mecanismo de presión a través de la manipulación de la opinión pública y la obstaculización directa a la construcción de la diversidad de opiniones. De esta manera, la prensa privada se ha convertido en un mecanismo de imposición de posiciones de sectores pudientes en lugar de funcionar como contrapeso al poder constituido.

Durante toda la decadencia del sistema democrático ecuatoriano desde el retorno a la democracia, los sectores políticos ecuatorianos insistían en su inclusión en la toma de decisiones y en la consolidación de una democracia genuinamente participativa. Sin embargo, lo que se vivía eran en realidad ciclos de recomposición oligárquica que requerían de actores secundarios para su legitimación en una confabulación corporativa perversa. La única constante para la permanencia de la democracia ha sido la capacidad de adaptación a las características de equilibrios y fraccionamientos en un juego político informal que sobrevive a pesar de la inestabilidad.

Es en esa década (1996 a 2006) que se da una convergencia simultanea de crisis tanto de representación, de gobernabilidad, como de reivindicaciones sociales exacerbadas por el fracaso de políticas económicas de corte neoliberal. En este periodo el país vive una agudización de las polarizaciones internas y obstaculización en la que se destaca un creciente irrespeto a las reglas establecidas. Si bien, el Congreso legitima las salidas de Abdalá Bucaram (1996), de Jamil Mahuad (2000) y de Lucio Gutiérrez (2005), fue la acción colectiva y la movilización social las que promulgaron la destitución irregular de presidentes. Así, la protesta llevó a situaciones de hecho que transgredían la institucionalidad y los canales de ventilación supuestamente establecidos. La protesta, en este periodo de ingobernabilidad, se convirtió en parte del sistema político. Cabe destacar que las normas de aquel entonces otorgaban a las FF.AA. un papel de mediador y garante de la democracia, figura que se modifica con la Constitución de Montecristi del 2008 y la Ley de Seguridad Pública.

Los partidos políticos entraron en crisis lo cual permitió la emergencia de agrupaciones menos tradicionales lideradas por figuras de televisión o empresarios. Así mismo, la corrupción generalizada generó un desgaste de toda la clase política y la pérdida de confianza. Esto también desembocó en una creciente apatía hacia el sistema democrático como tal, al punto de que el segmento de la población que dice que le da lo mismo un sistema democrático o no democrático se ha incrementado significativamente. Hasta el 2017 se hablaba crecientemente del fracaso de la democracia como sistema para satisfacer las expectativas de igualdad de derechos o una extensión de derechos.

El hastío con las dirigencias partidarias tradicionales ha llegado a un punto de inflexión. Sin embargo, lo que se vive en el Ecuador al año 2018 no es una mera rearticulación del neoliberalismo sino algo más profundo y rupturista: la recomposición de fuerzas oligárquicas que, sin contrapeso social alguno, tiene vía libre para la consolidación de una plutocracia criolla que instaura de facto un sistema exclusivamente corporativo, jerárquico, personalista y excluyente, al margen de todo precepto democrático. Sobre esa plataforma se ha desatado un fuerte elemento de persecución y judicialización del conflicto político, que no ha sufrido crítica alguna o mínima de la comunidad internacional de derechos humanos prodemocracia que se limita a mirar impávida la descomposición de la institucionalidad democrática.

En suma, estamos ante un escenario de sordo revanchismo e ilimitada hambre de poder que desconoce en absoluto a los segmentos de la comunidad política que antes habrían contado con, al menos, una cuota de poder para satisfacer sus exigencias de inclusión. A eso debemos agregar la supuesta reestructuración del sistema que se dio sin el aval electoral de la ciudadanía o, al menos, desconociendo antojadizamente parte de ella, pues en los comicios presidenciales de 2017 una mayoría democrática del 52% votó por la continuidad de un proyecto progresista y de justicia social; no por la aplicación de políticas regresivas, represivas y excluyentes. 

Al cierre del año 2018, el Ecuador vive una vacancia constitucional (figura inexistente en la Constitución), no cuenta con Fiscal General de la Nación, Corte Constitucional, Consejo de la Judicatura, Contralor, Consejo de Participación Ciudadana y se ha designado al tercer vicepresidente en 18 meses, por lo que efectivamente se ha consumado un golpe de Estado transicional que ha desmontado la institucionalidad del Estado y ha reducido las funciones de transparencia, control social y sistema judicial a los encargos transitorios de personajes puestos arbitrariamente por su afinidad política.

De modo que no se trata tan solo de la descomposición del orden constituido sino de un panorama aún más dramático y de difícil pronóstico en cuanto a su desenlace (aunque todo apunta a que pueden reeditarse escenarios de desestabilización y convulsión como los de 1997, 2000 y 2005): un ataque al sistema de representación que ha dejado inservible al Estado y, por ende, afectado sus funciones como garante supremo del bienestar de la sociedad. Hay una apropiación del poder sin legitimidad que el país jamás ha visto: los poderes conservadores se han enquistado en los remanentes de la institucionalidad del Estado a fin de apuntalar una agenda privatizadora, corporativa y plutocrática que se sostiene sobre la vendetta como único elemento articulador de una flácida administración de justicia, hoy convertida en el martillo que simplemente se encarga de clavar sobre el suelo las picotas en las que se colgarán las cabezas de los “trofeos” sentenciados por las elitistas corporaciones de comunicación para justificar, precisamente, ese afán revanchista y la toma del poder mediante el odio.

A espaldas de la ciudadanía han impulsado una agenda económica regresiva, reaccionaria y de austeridad que ha significado altos índices de desempleo, despidos masivos, fuga de capitales y beneficios tributarios para el empresariado. Los avances en materia de protección social y reducción de la pobreza de la década entre el 2007 y el 2017 han quedado aniquilados, así como la incipiente institucionalidad que dejó armada. El país, al parecer, retorna a su estado natural de caos e inestabilidad y la clase política, cual parásito, ha encontrado la mejor manera de adaptación al nuevo ambiente.