Por David Martínez
Tras
10 años de dictaduras, en el año 1978 el Ecuador emprendió en lo que el
triunvirato militar llamó el "Proceso de Retorno". La lógica de aquel
entonces dictaba que los gobernantes militares implementarían, de forma
progresiva, procesos electorales bajo su tutela a fin de que el país cuente con
nuevas autoridades elegidas democráticamente además de un orden constitucional novedoso.
Se quería impedir que el sistema regrese al orden oligárquico tradicional que,
salvo instancias de progreso aisladas, produjo un agotamiento anterior y condujo
a una intervención militar reformista. Los militares, en toda su iluminación
libertaria, creían en la necesidad de consolidar la institucionalidad del
Estado a fin de limitar las imposiciones de los sectores pudientes y caudillos
que se habían enquistado en los partidos tradicionales desde los años 50 y 60. Además,
se quería otorgar mayor representación a sectores populares que hasta el
momento habían sido excluidos del proceso democrático.
En
las primeras elecciones presidenciales libres, ganó, de forma sorpresiva, el abogado
Jaime Roldós Aguilera con una propuesta progresista de centro izquierda que
incomodó de inmediato a los grupos de interés pertenecientes a las burguesías
costeñas y serranas. La transición a un nuevo Estado de Derecho no estuvo libre
de tropiezos pues aún quedaban rezagos de la sociedad ecuatoriana conservadora
que habría preferido la permanencia de la dictadura militar, al igual que
sectores empresariales que se habían acostumbrado a la obsecuencia castrense a
sus caprichos mediante el subsidio permanente de sus aventuras
industrializadoras.
Desde un inicio se quiso
controlar políticamente al Ejecutivo e impedir excesos desde el Legislativo. De
arranque existió una permanente obstaculización a la agenda política del
Ejecutivo lo cual desembocó en una pugna de poderes que contribuyó a la
devaluación de la política a nivel público. En las décadas de los 80 y 90 las
disputas políticas y el permanente chantaje de desestabilización generaron un
rechazo generalizado de la clase política. El juego de peso y contrapeso de los
poderes fue excesivamente flexible al punto de impedir la consolidación de
institucionalidad.
Existió un ejercicio
consecutivo de elecciones libres y periódicas hasta el año 1996 cuando se da la
expulsión irregular de Abdalá Bucaram de la Presidencia de la República. A los seis
meses de haber sido posesionado, las fuerzas políticas de oposición se juntaron
para promover su salida. Con la excusa de “incapacidad mental para gobernar”,
figura inexistente en la Constitución de aquel entonces, se logró su
destitución en medio de una convulsión social manufacturada. Para entonces, el
multipartidismo contribuyó a un fraccionamiento de la representación y la
existencia de gobiernos débiles. Este sistema históricamente fraccionado había
limitado la gestión gubernamental y obligado a los gobernantes a buscar alianzas
frágiles. También limitó la capacidad de estos en la consolidación de agendas
políticas de largo aliento. Sin embargo, el golpe de Estado a Bucaram marcó la
profundización de una crisis de gobernabilidad que dio paso a un sin número de
inconstitucionalidades y actuaciones irregulares, todo en nombre de la
recuperación de la democracia.
El reformismo permanente en el
que cayó la clase política ecuatoriana en esa fase (que duró hasta el año 2006)
hizo que las organizaciones multilaterales declaren al Ecuador un Estado
inviable por su inestabilidad política, inseguridad jurídica y permanente caos
institucional. Siempre tras bastidores, la prensa ecuatoriana (comúnmente en
manos de sectores empresariales) ha jugado un papel activo de “control
político” y de mecanismo de presión a través de la manipulación de la opinión
pública y la obstaculización directa a la construcción de la diversidad de
opiniones. De esta manera, la prensa privada se ha convertido en un mecanismo
de imposición de posiciones de sectores pudientes en lugar de funcionar como
contrapeso al poder constituido.
Durante toda la decadencia del
sistema democrático ecuatoriano desde el retorno a la democracia, los sectores
políticos ecuatorianos insistían en su inclusión en la toma de decisiones y en
la consolidación de una democracia genuinamente participativa. Sin embargo, lo
que se vivía eran en realidad ciclos de recomposición oligárquica que requerían
de actores secundarios para su legitimación en una confabulación corporativa
perversa. La única constante para la permanencia de la democracia ha sido la
capacidad de adaptación a las características de equilibrios y fraccionamientos
en un juego político informal que sobrevive a pesar de la inestabilidad.
Es en esa década (1996 a 2006)
que se da una convergencia simultanea de crisis tanto de representación, de
gobernabilidad, como de reivindicaciones sociales exacerbadas por el fracaso de
políticas económicas de corte neoliberal. En este periodo el país vive una
agudización de las polarizaciones internas y obstaculización en la que se
destaca un creciente irrespeto a las reglas establecidas. Si bien, el Congreso
legitima las salidas de Abdalá Bucaram (1996), de Jamil Mahuad (2000) y de
Lucio Gutiérrez (2005), fue la acción colectiva y la movilización social las
que promulgaron la destitución irregular de presidentes. Así, la protesta llevó
a situaciones de hecho que transgredían la institucionalidad y los canales de
ventilación supuestamente establecidos. La protesta, en este periodo de ingobernabilidad,
se convirtió en parte del sistema político. Cabe destacar que las normas de
aquel entonces otorgaban a las FF.AA. un papel de mediador y garante de la
democracia, figura que se modifica con la Constitución de Montecristi del 2008
y la Ley de Seguridad Pública.
Los partidos políticos
entraron en crisis lo cual permitió la emergencia de agrupaciones menos
tradicionales lideradas por figuras de televisión o empresarios. Así mismo, la
corrupción generalizada generó un desgaste de toda la clase política y la pérdida
de confianza. Esto también desembocó en una creciente apatía hacia el sistema
democrático como tal, al punto de que el segmento de la población que dice que
le da lo mismo un sistema democrático o no democrático se ha incrementado
significativamente. Hasta el 2017 se hablaba crecientemente del fracaso de la
democracia como sistema para satisfacer las expectativas de igualdad de derechos
o una extensión de derechos.
El hastío con las dirigencias
partidarias tradicionales ha llegado a un punto de inflexión. Sin embargo, lo
que se vive en el Ecuador al año 2018 no es una mera rearticulación del
neoliberalismo sino algo más profundo y rupturista: la recomposición de fuerzas
oligárquicas que, sin contrapeso social alguno, tiene vía libre para la
consolidación de una plutocracia criolla que instaura de facto un sistema
exclusivamente corporativo, jerárquico, personalista y excluyente, al margen de
todo precepto democrático. Sobre esa plataforma se ha desatado un fuerte
elemento de persecución y judicialización del conflicto político, que no ha
sufrido crítica alguna o mínima de la comunidad internacional de derechos
humanos prodemocracia que se limita a mirar impávida la descomposición de la
institucionalidad democrática.
En suma, estamos ante un
escenario de sordo revanchismo e ilimitada hambre de poder que desconoce en
absoluto a los segmentos de la comunidad política que antes habrían contado con,
al menos, una cuota de poder para satisfacer sus exigencias de inclusión. A eso
debemos agregar la supuesta reestructuración del sistema que se dio sin el aval
electoral de la ciudadanía o, al menos, desconociendo antojadizamente parte de
ella, pues en los comicios presidenciales de 2017 una mayoría democrática del
52% votó por la continuidad de un proyecto progresista y de justicia social; no
por la aplicación de políticas regresivas, represivas y excluyentes.
Al cierre del año 2018, el
Ecuador vive una vacancia constitucional (figura inexistente en la
Constitución), no cuenta con Fiscal General de la Nación, Corte Constitucional,
Consejo de la Judicatura, Contralor, Consejo de Participación Ciudadana y se ha
designado al tercer vicepresidente en 18 meses, por lo que efectivamente se ha
consumado un golpe de Estado transicional que ha desmontado la
institucionalidad del Estado y ha reducido las funciones de transparencia,
control social y sistema judicial a los encargos transitorios de personajes
puestos arbitrariamente por su afinidad política.
De modo que no se trata tan
solo de la descomposición del orden constituido sino de un panorama aún más
dramático y de difícil pronóstico en cuanto a su desenlace (aunque todo apunta
a que pueden reeditarse escenarios de desestabilización y convulsión como los
de 1997, 2000 y 2005): un ataque al sistema de representación que ha dejado
inservible al Estado y, por ende, afectado sus funciones como garante supremo
del bienestar de la sociedad. Hay una apropiación del poder sin legitimidad que
el país jamás ha visto: los poderes conservadores se han enquistado en los
remanentes de la institucionalidad del Estado a fin de apuntalar una agenda
privatizadora, corporativa y plutocrática que se sostiene sobre la vendetta
como único elemento articulador de una flácida administración de justicia, hoy
convertida en el martillo que simplemente se encarga de clavar sobre el suelo
las picotas en las que se colgarán las cabezas de los “trofeos” sentenciados por
las elitistas corporaciones de comunicación para justificar, precisamente, ese
afán revanchista y la toma del poder mediante el odio.
A espaldas de la ciudadanía
han impulsado una agenda económica regresiva, reaccionaria y de austeridad que
ha significado altos índices de desempleo, despidos masivos, fuga de capitales
y beneficios tributarios para el empresariado. Los avances en materia de
protección social y reducción de la pobreza de la década entre el 2007 y el
2017 han quedado aniquilados, así como la incipiente institucionalidad que dejó
armada. El país, al parecer, retorna a su estado natural de caos e
inestabilidad y la clase política, cual parásito, ha encontrado la mejor manera
de adaptación al nuevo ambiente.
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