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lunes, 1 de junio de 2009

Y la música ¿es de todos?: Reflexiones en torno copyright y la privatización cultural

Cuando se supo del acuerdo que legalizaría la comercialización informal de discos, al que habían llegado el Ministerio de Cultura, el Instituto Ecuatoriano de Propiedad Intelectual (IEPI), el SRI y los vendedores de discos piratas en Junio del año pasado, la polémica no se hizo esperar. Las quejas de ciertos músicos, que vieron en la propuesta del ministro Mora un peligro para el desarrollo libre de la actividad musical, se dejaban escuchar en medio de comentarios no-oficiales y críticas contra el régimen, en conversaciones de cafetín, en los intermedios de conciertos, e incluso en mensajes masivos a través de las comunidades virtuales del Internet. La consigna estaba clara, había que organizarse en pos de frenar el proyecto del ministerio, para evitar que así se de la estocada final a la ya agónica “industria nacional”, eufemismo con el que se conoce en el medio a cualquier intento de producción de música local que esté institucionalizada en el ámbito de lo privado, y que por tanto cumpla a cabalidad con el pago de las regalías que generan los derechos patrimoniales de propiedad intelectual.

El resultado inmediato de todo esto, además de un e-mail dirigido al Presidente de la república y a su ministro de cultura, que bajo el subject de “artistas unidos contra la piratería” estuvo rondando las bandejas de entrada de los correos de todos quienes de una u otra forma desarrollamos algún tipo de actividad musical en el país; fue un proceso de protesta generalizada por parte de un sector bastante nutrido de músicos nacionales que se han unido para acabar con la piratería mediante el endurecimiento de las leyes y la efectividad de las acciones de control que creen que se debería ejecutar contra los vendedores informales. En este contexto, las reuniones y la organización de mesas de discusión conformadas por representantes de éste sector de la música local y gente del ministerio, se llevaron a cabo desde la perspectiva de legislar en contra de los piratas y a favor de todos los músicos, productores, autores y compositores que piensan que el proyecto original de Galo Mora atentaba contra sus intereses y acabaría a corto plazo con la música que hoy por hoy se hace en el Ecuador. El debate continúa en el marco de las propuestas que han surgido para la creación de la nueva ley de cultura.

Esta reacción de rechazo se sustenta en la creencia generalizada de que la forma más efectiva de generar réditos y proteger los intereses económicos de quienes trabajamos en la creación de obras musicales y artísticas en general, es un sistema de regulación de la propiedad intelectual que, a través del cobro de ciertos derechos patrimoniales (el copyright y los Derechos de autor) garantizaría una de las fuentes de ingresos más importante para los artistas, autores y compositores a nivel mundial. Partiendo de esta premisa, se considera “pirata”, a toda obra musical que se distribuya al público en general, con fines de lucro, sin haber realizado el respectivo pago de dichos derechos. De ahí que sean “ilegales” no solo los discos caseros, sino también casetes, mp3, archivos de video y cualquier otro tipo de grabación audiovisual; publicaciones de letras, armonías, libros de partituras y cualquier sistema de fijación escrita, que evadan el pago del copyright; el fotocopiar un libro completo de partituras, entonces, también es considerado piratería, y quien lo hace estaría sujeto a las sanciones establecidas en la ley.

Durante los últimos diez años, la distribución y el consumo de música “pirata” ha crecido de manera abrumadora debido al libre acceso a las tecnologías de la digitalización del audio y a las nuevas herramientas de la comunicación, cuya plataforma es el Internet; ante lo cual, las grandes transnacionales de la cultura han encabezado una campaña gigantesca para evitar que la gente consuma música pirata, a través del discurso, que ya ha convencido a muchos, de que al caer la industria se estaría acabando con la posibilidad real de que un músico pueda vivir de su profesión, y por tanto se atacaría de manera directa a la producción artística en general, pero en particular a la musical. El “Día sin música” al que la AFYVE convocó en España en el 2002, pretendía graficar el peligro al que supuestamente se vería expuesta la humanidad por acción de los piratas una vez que las industrias musicales quiebren.

En el Ecuador, los ecos de esta campaña han pretendido convencernos de que gracias a la piratería no existe una fuerte industria de música local, y por tanto son ellos, los piratas, los culpables de que nuestros artistas no solo no tengan el acceso al mercado internacional que al país le gustaría alcanzar, sino que además se vaticina un futuro escalofriante en el que, según se dice, los músicos ecuatorianos dejaremos de crear, de componer, de escribir, porque la “originalidad” nos la habrán arrebatado a través de la venta ilegal de discos caseros. Sobre esta base se sustentó el rechazo masivo a la propuesta ministerial, que en la cotidianidad de los músicos se manifestaba entonces a través de pequeñas frases de pasquín como la que algún guitarrista quiteño propagaba por el Internet: “que la música no llegue a ser de todos”.

¿Es verdad que el copyright beneficia a los artistas y, sobre todo, a la producción local? El arte, el conocimiento, la creatividad ¿no deberían ser parte del dominio público?, y al evitar que lo sean ¿no se obstruye el desarrollo social y cultural de nuestros pueblos?

El negocio del copyright

El problema que hace del sistema de propiedad intelectual, normado a través del copyright, una trampa capitalista de privatización de la cultura es que en lugar de ser beneficioso para la mayoría de artistas, este sistema termina siendo un negocio gigantesco del que se benefician grandes grupos empresariales a nivel mundial. Si tenemos en cuenta que en los últimos años, por efecto de las fusiones de empresas y capitales resultantes de la lógica de sinergia empresarial, estos grupos se han reducido a un número muy pequeño de mega corporaciones que controlan la producción, distribución y consumo de la cultura en casi todas sus manifestaciones a nivel global (textos, música, cine, video, etc.), no es difícil entender que lo que en realidad sucede es que se está ejerciendo un control monopólico de la cultura global, que en ningún modo puede ser beneficioso para el desarrollo libre de expresiones artísticas como la música.

Para entender mejor esta realidad, es necesario tener claro en qué consisten las regalías generadas a partir del sistema imperante de la propiedad intelectual.

Los derechos patrimoniales generan réditos económicos a partir de la explotación de una obra por un tiempo determinado. Esta explotación económica obedece a una lógica según la cual se considera que la autoría de una obra es un bien, cuyas rentas benefician al propietario de este patrimonio, tal como sucedería con una casa en alquiler. De este modo, cada vez que se vende un disco, se transmite una canción por la radio o la televisión, se la interpreta en un concierto o se la utiliza de fondo en algún negocio público (discotecas, restaurantes, karaokes, etc.), las obras musicales generan réditos económicos a los dueños de los derechos patrimoniales de dichas obras. De ahí que los discos piratas sean más baratos, pues el costo se reduce en mucho cuando al consumidor se le da la opción de no pagar esta renta.

Al ser considerados un bien material, estos derechos están sujetos a cualquier tipo de transacción regulada por el mercado; es decir que se pueden comprar, vender e incluso heredar, pues el tiempo de vigencia de éstos es de varias décadas después de la muerte del autor; en la mayoría de países son setenta años después. Esto explica, por ejemplo, porqué Michael Jackson continúa haciéndose rico con el trabajo del difunto John Lennon[1].

Es evidente, entonces, que los derechos de autor se han constituido en uno de los bienes más preciados del mundo capitalista, y quien posea la mayor cantidad de ellos será quien controle el mercado de la cultura y el entretenimiento a nivel mundial. En la actualidad, quienes más se benefician de la propiedad de estos derechos son las grandes corporaciones culturales.

El propietario de los derechos de propiedad intelectual de material artístico, querrá que ese material se use, exhiba, interpreta, grabe y distribuya en la mayor medida posible, por medio de todos los canales disponibles y en artículos asociados con el entretenimiento (desde camisetas hasta videojuegos), para lo cual se utilizan gigantescas campañas publicitarias y de bombardeo mediático de la obra de artistas que forman parte del “establo” de las grandes corporaciones transnacionales, pues de acuerdo con las proporciones establecidas por el copyright, a mayor difusión del artista (fama), más réditos económicos para la corporación.

Cualquiera que sea capaz de captar esta realidad, se dará cuenta de que esto genera un monopolio transnacional, a través de un sistema de privatización de la cultura que es el verdadero causante de que a la industria local le resulte imposible existir en un entorno de sana y libre competencia, pues esa competencia libre no existe más que en el discurso de quienes manejan la industria a nivel internacional. ¿Cómo puede existir y subsistir un músico local cuando tiene que competir contra la millonaria inversión que las grandes multinacionales de la música hacen en favor de sus artistas?

En consecuencia, la industria local se ve minada y con tendencia a desaparecer, mientras que las pocas empresas culturales que manejan el mercado deciden la música que el mundo debe consumir, dictan estándares estéticos y de una supuesta calidad, tal vez ajustados a sus propias realidades socio-culturales, marginando y dejando de lado cualquier manifestación artística que no encaje dentro del perfil que ellos mismo han postulado como el ideal de música (y de músicos) que se debe alcanzar (o se debe llegar a ser). Ergo, para los artistas y músicos independientes -que en Ecuador somos la mayoría- resulta bastante difícil encontrar un público que esté dispuesto a digerir otro tipo de estéticas, proyectos artísticos nuevos y que no respondan al estándar que impone la industria a nivel mundial; queda cerrado el espacio para la confrontación de nuevas ideas y nuevas formas de entender al arte, pues los intereses económicos de la gran industria han acostumbrado al público consumidor a tener determinados gustos con respecto a lo que miran y escuchan todos los días. Muchos han optado por ajustarse al estándar con estrategias que van desde el modo de hablar, de peinarse y de vestir, hasta el tipo de música y letras que componen, con lo cual al menos han conseguido pequeños grupos de seguidores que, sin embargo, continúan consumiendo sus discos “piratas”. Es decir que mientras el movimiento cultural se estanca en “lo que la industria espera del músico”, éste sigue luchando por la quimera de percibir algo de los beneficios que cree le corresponden de acuerdo con el sistema de copyright. Como hemos visto, tal sistema en realidad no beneficia al músico ni al desarrollo cultural, y mucho menos al de la música local; en cambio ha generado un monopolio empresarial que hoy en día tiene atrapada a la producción cultural en todo el mundo.

Dominio público, cultura y democracia

Uno de los argumentos que más se ha escuchado en boca de músicos ecuatorianos contra el consumo de discos piratas es el siguiente: “si el dinero no te alcanza para comprar un Ferrari, no te lo vas a robar. Si no te alcanza para comprar un disco, no debes comprar uno pirata, ya que te estás robando la música tal como si te hubieras robado el Ferrari”. Palabras más, palabras menos, este símil ha sido repetido por gente como Ricardo Perotti, Juan Fernando Velasco, e incluso Teresa Brauer, una de las empresarias más importantes del país, quien en su momento fuera gerente de Sony Music Ecuador. Lo que ellos no ven con claridad, es que mientras un Ferrari se constituye en un artículo de lujo que puede ser reemplazado por un automóvil común y corriente, la música es una rama del arte, y como tal una manifestación de la cultura; se trata de un componente muy importante dentro del entramado social, que configura y es configurado por las relaciones sociales que se establecen dentro de un grupo humano, dentro de una sociedad, dentro de un grupo cultural específico.

Recordemos que el arte es el reflejo de la cotidianidad de un pueblo en un espacio y un tiempo determinados, y que la cultura es toda la producción tangible e intangible que surge de y para un grupo social. En ese contexto, lo más lógico sería que, o bien el arte en su totalidad pertenezca al dominio público, o bien existan otro tipo de licencias y regulaciones distintas a las del copyright, que le reporte beneficios al autor sin penalizar su uso por parte del público en general. Entre otras cosas, para evitar el monopolio de las multinacionales, pero también porque el dominio público es el espacio dentro del cual se desarrolla la democracia.

A nivel mundial, desde hace años se han estado haciendo intentos en este sentido. Uno de ellos, talvez el más popular de todos, es el copyleft, que apareció en principio para garantizar el software libre, pero se aplica a cualquier tipo de creación, incluyendo el arte. La idea central del copyleft es dar a todo el mundo el permiso para usar un programa, copiarlo, modificarlo y distribuir las versiones modificadas, pero no el permiso para añadir otro tipo de restricciones sobre él. A partir del copyleft, se han desarrollado licencias como la GPL y la GFDL, que no son más que aplicaciones prácticas de éste en los campos de las ciencias y de las artes.

Existe también la licencia Creative Commons (CC), creada por la Organización no Gubernamental del mismo nombre. La idea principal es posibilitar un modelo legal ayudado por herramientas informáticas para así facilitar la distribución y el uso de contenidos para el dominio público[2].
Este tipo de licencias, si bien son un avance para contrarrestar los efectos del copyright, todavía dejan algunos vacíos, como por ejemplo el cómo lograr que los artistas de distintas partes del mundo, así como sus productores y patrocinadores, obtengan beneficios económicos y no salgan perdiendo.

¿Y si olvidamos el copyright?

Joost Smiers —profesor de ciencia política de las artes del Grupo de Investigación Arte y Economía en la Utrecht School of the Arts (Holanda)— y Marieke Van Schijndel —publicista y asesora política que trabaja en el campo de la cultura—, a través de un artículo publicado en el Internet que se titula Imaginando un mundo sin copyright[3], hacen una propuesta de tres puntos, que podría solucionar el problema de los beneficios económicos: “En primer lugar, la obra tendrá que hacer un intento en el mercado por sí misma, sin la lujosa protección ofrecida por los copyright”. Para la música, esto implica que quien invierte en una producción es quien recibe de forma directa el beneficio de negociar los discos. Si un músico independiente se encarga de la distribución, gana por cada disco que vende, pues tiene la ventaja de ser el primero en saltar al mercado. En el caso de que sea un tercero quien financió la producción, éste es quien recibe el beneficio por ser quien asume el riesgo económico. Todo pertenece de entrada al dominio público, creando un ambiente propicio para la libre competencia, y la libre circulación de distintas formas de concebir la música, distintos géneros, diversas estéticas, sin que una de ellas tenga ventaja sobre las otras. Aquí el contenido del disco deja de ser un bien patrimonial, y el negocio gira en torno al disco como mercancía.

Para casos como el de la música, en donde la inversión inicial es muy alta y los riesgos son muy grandes, Smiers y Van Schinjndel plantean un segundo punto en donde se contempla que quienes “vayan a asumir el riesgo -el artista, el productor o el mecenas- reciban el usufructo de un año por obras de ese tipo: ése es el derecho a utilizar los frutos de las obras derivadas del dominio público” Como se ve, la obra sigue perteneciendo al dominio público, y éste es quien otorga el derecho de usufructo transitorio al usufructuario. De este modo, se recupera la inversión, y al término de un año se pierden los derechos y la propiedad de la obra vuelve a formar parte de los bienes del común.


En principio, resultará difícil esperar que las expectativas estéticas de la gente cambien de la noche a la mañana, lo cual representará una desventaja para las creaciones alternativas o de vanguardia. El tercer punto propuesto por Smiers y Van Schinjndel contempla esta situación, y plantea la necesidad de “establecer un gran abanico de subvenciones y otras medidas estimulantes, porque como comunidad, deberíamos estar deseando asumir la responsabilidad de dar una oportunidad justa a todo tipo de expresiones artísticas”. Esto a través de políticas estatales que, en el caso del Ecuador, deberían venir desde el Ministerio de Cultura. Del mismo modo, si el gobierno subsidia una obra, ésta pasa inmediatamente a formar parte del dominio público, como es obvio.

Por una música de todos y para todos

Tanto las licencias del copyleft, la CC y la propuesta Smiers- Van Schijndel apuntan hacia la democratización de la cultura, mientras que el copyright persigue la privatización de la misma. Si comparamos el segundo y el tercer punto de la propuesta Smiers- Van Schijndel con la propuesta que en su momento fue difundida por la página Web del Ministerio de Cultura, que planteaba poner un impuesto de cinco centavos a la importación de compactos vírgenes, de los cuales tres estaban destinados a los autores, y dos a la creación de un fondo estatal para la industria discográfica nacional[4], veremos que se parecen bastante, pero está claro que a la propuesta ministerial todavía le faltaba desarrollarse en muchos sentidos.

Hoy, el debate que se sostiene en torno a la llamada “piratería” parece apuntar a la radicalización de las medidas contra ella, en el marco de la nueva ley de cultura.

El debate debería ampliarse tal y como sucede en gran parte del mundo de hoy. Esta es la oportunidad; el actual gobierno podría pasar a la historia como el primero en comprender que la democracia implica el libre acceso a la cultura en todas sus manifestaciones. Como es obvio, si el arte entra por completo al dominio público de acuerdo con las opciones planteadas arriba, la venta informal de discos quedaría despenalizada, sin que esto implique perjuicio para la música, y en cambio sí un maravilloso avance en el desarrollo y la difusión de la cultura. Tarde o temprano, el sistema de copyright caerá estrepitosamente en el mundo entero, y debemos estar preparados para cuando pase.

Javier López Narváez*

*Cantante profesional. Licenciado en Música Contemporánea, Universidad San Francisco de Quito y Licenciado en Comunicación Social para el desarrollo, Universidad Politécnica Salesiana.
Notas:

[1] Los derechos de la obra de los Beatles le pertenecían a la empresa ATV Music desde que el grupo se los vendiera en 1969. Michael Jackson los compró en 1985 por US$47 millones, superando la oferta realizada por el mismísimo Paul McCartney. Diez años después, el mismo Jackson fusionó ATV Music Publishing con Sony Music Publishing, creando la Sony/ATV Music Publishing.
[2] Para saber más sobre la CC, véase http://www.arielvercelli.org/ccylpdc/
[3] http://arteleku.net/4.1/zehar/56/smiers%20_es.pdf
[4] http://www.ministeriodecultura.gov.ec/php/index.php?p=198

Bibliografía:

· Smiers, Joost, Un mundo sin copyright: artes y medios en la globalización, Gedisa, Barcelona, 2006.
· Negus, Keith, Los géneros musicales y la cultura de las multinacionales, Paidós, Barcelona, 2005


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